RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS REVISTA Nº 76

RAMOS DOMINGO, J., La ciudad y el hombre ayer y hoy. PPC, Madrid 2006, 140 páginas.


El hombre ha vivido siempre en lugares habitables con su propia identidad, que incluso le han constituido como tal. De manera que hasta es posible conocer a un personaje no por su nombre propio, sino por el de la ciudad en la que vivió. Así hablamos del milesio, del eleático o del florentino, por ejemplo, y esto nos es suficiente para reconocer al ser humano del que estamos hablando. Por eso este libro se titula el hombre y la ciudad, dado que ha sido precisamente el hombre quien ha hecho habitable el lugar donde ha vivido y ha expresado tal habitabilidad en múltiples acciones que seguimos recordando en la actualidad.
Incluso en las megalópolis de hoy continúa la ancestral costumbre de entregar al ilustre visitante las llaves de la ciudad para que entre y se posesione de la misma, siendo acogido así por sus habitantes. El trabajo que comentamos comienza por el dintel que facilita la entrada y se organiza después en dos partes, la ciudad de ayer y la de hoy, trazando el dibujo de las mismas.
Por el ayer van pasando las ciudades griegas, romanas, medievales, góticas, renacentistas, barrocas y decimonónicas en un loable ejercicio de memoria que trae los vestigios de aquellos lugares que todavía persisten. Empieza el autor por la polis griega: “si toda utopía pretende tener su topía, para los griegos la topía perfecta fue la ciudad” (página 23). Con la obra de Pericles presenta el arjé de la ciudad y considera a Aristóteles como “el padre de la ciencia del hombre en la ciudad” (página 29). Para los griegos el hombre se constituía en la ciudad mediante el ejercicio de la ciudadanía practicado durante su vida.
Lo característico de los romanos es que incorporaron a los pueblos sometidos y a los extranjeros a la comunidad “por medio del estatuto de ciudadanía” (página 30). Marco Tulio Vitrubio considera la ciudad ideal como aquella que el hombre podía recorrer a pie sin cansarse.
Las ciudades medievales nacieron junto a monasterios, castillos o sedes episcopales con un “carácter discontinuo y anárquico” (página 40), ofreciendo de este modo una gran diferenciación con las anteriores ciudades griegas y romanas. Seguían siendo ciudades para el hombre, que encontraba en ellas seguridad, ya que fuera de las mismas “deambulaban bandidos y malhechores” (página 41).
La ciudad gótica del siglo XII se encuentra vinculada al comercio, potenciado por la clase burguesa que habita precisamente en el burgo y que tiene como exponente la catedral.
Con el Renacimiento empieza una nueva concepción de la ciudad y el urbanismo, que tiene en su base los valores antropológicos por excelencia. La arquitectura de palacios y templos expresa la racionalidad de las construcciones y la apuesta por el hombre como centro que lo domina todo y es responsable de ello, gobernando ahora con principios no teocráticos ni jerarquizadores. Lo que importa es el mantenimiento de las repúblicas y estados.
Después vendrían ciudades cartesianas, ciudades industriales, etc., pero lo más importante es tener en cuenta que a una nueva concepción de la ciudad sucede paralelamente una nueva realidad política y social.
Todo lo anterior es historia que nos lleva hasta hoy. En el hoy impera lo económico y lo turístico, según Ramos, que cambia la fisonomía del casco antiguo de las ciudades necesariamente. ¿Acaso puede ser de otra manera? El caso es que me parece que no, porque el urbanismo y las tecnologías también hacen política. Hay que situar servicios y utilidades que permitan el mantenimiento de los centros históricos, sin que pierdan así su identidad y perspectiva. Por eso los responsables del urbanismo de nuestras ciudades no son sólo técnicos, sino igualmente políticos, que han de tener visión de futuro para que no se produzcan ciudades difusas, que unas veces son únicamente dormitorios y otras urbanizaciones cerradas e inaccesibles con seguridades armadas que identifican a los que entran. Desde luego que estos entornos son lugares “sin alma, sin misterio y sin Dios” (página 84), sin espacios físicos que hacen posible el encuentro de los seres humanos.
El autor critica las megalópolis actuales, que no son moradas para el hombre y que carecen del espacio público que ha determinado siempre la ciudad, y denuncia el “caos urbanístico” (página 104) producido por los grupos empresariales. Esto es cierto, pero creo que no podemos olvidarnos de los responsables políticos que aprueban finalmente los proyectos.
Con gran realismo aborda Ramos el tema de la emigración: “Los otros están ya aquí” (página 116). Es verdad. El cosmopolitismo arraigado en nuestra ideología de mayor progreso no puede ignorara el mosaico multirracial y pluricultural de nuestras actuales ciudades y debe aceptar “la inclusión de la humanidad del otro” (página 115).
En el último capítulo el autor se lamenta de que “la ciudad ya no es lo que era” (página 125). Claro que no, pero tampoco puede ser de otro modo por causa de “los intereses egoístas de unos pocos, del mercantilismo empresarial sin escrúpulos, que ya sólo obedece a los dictados del mercado” (página 128). Está hecha la denuncia, acaso con ciertos visos proféticos, puesto que apunta que la ciudad es “justificación de sentidos y existencia” (página 134).
Uno tiene la tentación de dar la razón al autor, cuando dice que tenemos instalada una “arquitectura de desolación” (página 132). Tal parece, desde luego, pero no podemos quedarnos exclusivamente aquí, también hay que citar que contamos con magníficas ciudades de gran desarrollo y florecientes relaciones. Trabajaremos en esta línea si no olvidamos poner las ciudades al servicio de los seres humanos. En todo caso, este libro plantea el imprescindible debate de “la ciudad y el hombre”. Hay que leerlo y reflexionar sobre su contenido, además de debatirlo empleando la razón pública como uno de nuestros posibles derechos.


Julián Arroyo.