REVISTA Nº 71       Enero-Marzo de 2005

CULTURA CIENTÍFICA Y CIUDADANÍA

Pronto se cumplirá el medio siglo de la acertada denuncia de Snow sobre lo poco transitadas que estaban las fronteras entre las ciencias y las letras, o, en términos más actuales, sobre el distanciamiento entre el ámbito tecnocientífico y el humanístico. Ambos territorios parecerían habitados por gentes con lenguajes diferentes y, lo que es peor, con una actitud de incomprensión recíproca y desinterés mutuo. Aunque es cierto que no faltan quienes siguen considerando infranqueables esas fronteras disciplinares, también lo es que cada vez son más los intentos de comunicación entre la cultura científica y la cultura humanística. De hecho, que ya se usen esas expresiones en las que lo sustantivo es la cultura y lo humanístico o lo científico adjetivan ámbitos categoriales no contrapuestos es un síntoma de que la situación está cambiando.

Cada vez son más frecuentes las reivindicaciones en favor de una alfabetización tecnocientífica de la ciudadanía, cuando antes la alfabetización se entendía como referida principalmente a las letras y no a las disciplinas científicas. También se viene insistiendo en la importancia educativa de los enfoques de ciencia, tecnología y sociedad (CTS), cuando antes las dos primeras parecían tener una completa independencia respecto de los problemas de la tercera. Parece que ya no es tan cierto que los valores, las cuestiones humanas, incluso lo estético, deban considerarse como aspectos ajenos a lo tecnocientífico. Tampoco es ya un lugar común que lo humanístico, lo artístico, lo moral y lo filosófico deban pertenecer al reino de lo irracional o lo metafísico. O al menos, parece que hoy hay más acuerdo que hace algunas décadas en considerar que las diferencias entre lo epistémico y lo axiológico ya no son tan absolutas.

La ciencia y la tecnología fueron siempre productos humanos, pero su desarrollo actual es de tal magnitud que, como pronosticara Ortega, hoy se han invertido los términos de la relación llegando a estar las formas de vida humana estrechamente condicionadas por el propio desarrollo de la ciencia y la tecnología. Esta nueva relación del desarrollo teconocientífico con la vida humana (pero también con el medio ambiente) ha generado actitudes radicales hacia aquél. Para algunos ese desarrollo es la causa de todos los males que nos aquejan considerando que la actitud verdaderamente humanística debería ser la del recelo, cuando no el repudio, ante el desarrollo de la ciencia y la tecnología (particularmente, ante esta última). Para otros, en cambio, en el desarrollo tecnocientífico está la clave del progreso humano y, lejos de ser la causa de los problemas sociales y ambientales, dicho desarrollo es la condición para su solución definitiva. Frankenstein o Prometeo, tal parece ser para muchos el dilema humano ante el desarrollo tecnocientífico.

Para bien y para mal la ciencia y la tecnología están con nosotros y son, en cierto modo, parte de nosotros. Por eso la escisión radical entre la cultura humanística y la cultura científica como compartimentos estancos es artificial y negativa. Frente a esa consideración enfrentada entre lo humanístico y lo tecnocientífico parece más sensato promover una visión más ajustada de las relaciones entre el desarrollo tecnocientífico y la sociedad , mostrando la presencia de aspectos valorativos en la propia gestación del conocimiento científico y el desarrollo tecnológico. Como formas culturales que son, la ciencia y la tecnología incorporan los valores y las prioridades de las sociedades en las que se han desarrollado. La alfabetización tecnocientífica no puede suponer, por tanto, solamente el conocimiento de la morfología y la sintaxis de los conocimientos propios de las disciplinas científicas. Los aspectos semánticos, que remiten a un mundo de significados sociales, y los aspectos del contexto, que permiten comprender por qué y para qué han sido desarrollados los productos tecnocientíficos, son también elementos imprescindibles de una verdadera alfabetización en ciencia y tecnología.

Pero, por otra parte, si esa alfabetización tecnocientífica de los ciudadanos tiene sentido no es sólo para facilitarles las herramientas para comprender los mensajes expertos que se producen en el ámbito de la cultura científica y tecnológica. Con ser un fin importante no es el más importante. Dominar un lenguaje no es sólo comprender los mensajes que se reciben, sino principalmente tener las competencias necesarias para participar en el intercambio dialógico. En el caso que nos ocupa, ello no implica que todos los que pueden llegar a comprender los significados de las producciones de la ciencia y la tecnología vayan a convertirse en autores de las mismas. Es obvio que, aunque todos los ciudadanos puedan y deban comprender adecuadamente los significados y las implicaciones del desarrollo tecnocientífico , sólo algunos de ellos van a participar de forma protagónica en él como científicos o ingenieros.

Sin embargo, participar en el desarrollo de la ciencia y la tecnología no es únicamente intervenir en los procesos epistémicos que las hacen posibles. No son, y no deben ser, las epistémicas las únicas decisiones que condicionan el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Para señalar las prioridades de la investigación, para limitar los aspectos que deben ser investigados, para decidir en cada contexto si es aceptable la puesta en marcha de un determinado sistema tecnológico (desde una central nuclear hasta una antena de telefonía móvil, desde un fármaco dopante hasta un respirador artificial, desde una red inalámbrica hasta la instalación de un ordenador en cada pupitre escolar...), para todas esas decisiones no son sólo los aspectos epistémicos los que han de ser tenidos en cuenta. Todas ellas entrañan dilemas valorativos en los que es posible y necesaria la participación de los ciudadanos (de los usuarios, de los consumidores, de los afectados, de los responsables de cada uno de esos productos tecnocientíficos).

Por eso una verdadera alfabetización tecnocientífica de la ciudadanía, una verdadera cultura científica, implica el desarrollo de competencias para la participación de todos los ciudadanos en las decisiones relacionadas con el desarrollo tecnocientífico. No todos los ciudadanos participarán directamente en los procesos que permiten el desarrollo de la ciencia y la tecnología, pero la reivindicación de una verdadera cultura científica para la ciudadanía no puede limitarse a conseguir que los ciudadanos sean sólo buenos espectadores o buenos usuarios de los conocimientos y productos de la ciencia y la tecnología. Su participación activa es necesaria también en las decisiones sobre lo que se espera, se desea y se necesita de la ciencia y la tecnología. Al menos lo es en la medida en que se entienda que la ciencia y la tecnología no deben ser ajenas al compromiso democrático y a la responsabilidad social, es decir, a hacer posible el ejercicio de una ciudadanía plena en las sociedades democráticas.

En este sentido, la propuesta de incorporar en el currículo de todos los bachilleratos una materia de Cultura científica (con ese u otro nombre) merece ser saludada como una oportunidad para enfatizar el compromiso democrático de una alfabetización tecnocientífica bien entendida y para tender puentes entre esas dos culturas, humanística y tecnocientífica, que están presentes en el ámbito educativo pero cuya relación no ha estado siempre bien articulada.

El hecho de que tal materia se proponga como única y común para todos los bachilleratos es una excelente oportunidad para favorecer desde ella las sinergias entre los diferentes ámbitos disciplinares y entre los diferentes gremios que conforman las enseñanzas de las distintas modalidades de los bachilleratos.

La materia de Cultura científica del bachillerato no debe ser el caballo de Troya de las disciplinas científicas en las modalidades de bachillerato no científicas o de las disciplinas humanísticas en los bachilleratos de ciencias. En ambos casos perdería su potencial para mostrar una visión integradora de la cultura científica y para propiciar una participación pública en las cuestiones científicas sin las hipotecas propias de los distintos códigos disciplinares que pretenderían su apadrinamiento. Es cierto que la filosofía de la ciencia (y de la tecnología), que la historia de la ciencia (y de la tecnología), que las propias disciplinas científicas (y tecnológicas) tendrían mucho que aportar en una materia común de “cultura científica”. Pero debe tratarse de eso, de aportaciones que buscan las sinergias, no de coartadas para la apropiación de ese nuevo espacio curricular, ni tampoco de pactos para conformar un puzzle híbrido de los diversos campos que acabe reproduciendo en una sola materia la fragmentación entre las distintas disciplinas.

Sin duda, la nueva materia de cultura científica se sitúa en un espacio delicado y comprometido. Al estar en la frontera puede ser una fácil presa de las ansias de conquista (principalmente de horas lectivas) de los distintos territorios disciplinares. Pero precisamente por su enorme importancia educativa y la necesidad social de contar con un espacio en el que los ciudadanos puedan conocer el significado cultural de la ciencia y la tecnología y aprender a participar en su desarrollo parece especialmente importante firmar un pacto de no agresión hacia ella. Más que reivindicar una asignación disciplinar específica, siempre discutible, parece oportuno centrarnos en definir no quién se va a hacer con ella sino qué queremos (todos) hacer de ella.

Para que este espacio fronterizo de formación ciudadana en torno a los temas del desarrollo científico y tecnológico pueda ser útil parece, por tanto, deseable una estructura curricular flexible en la que la prescripción rígida deje paso a la orientación básica sobre posibles líneas de desarrollo con la suficiente apertura como para permitir que las programaciones de aula puedan articularse en torno a los problemas más relevantes de cada momento y de cada contexto educativo y social.

También parece importante enfatizar la necesidad de que lo dialógico, el trabajo cooperativo, la elaboración de proyectos, así como su exposición, defensa y confrontación pública en el aula, sean lo habitual en las metodologías de esta materia si es que entre sus principales finalidades han de estar el aprendizaje social de la participación pública en las decisiones sobre ciencia y tecnología.

La creación de una materia como ésta debería coincidir con la puesta en marcha de iniciativas de formación docente interdisciplinares, flexibles y participativas, coherentes, por tanto, con los propósitos y la naturaleza de la propia materia. En este sentido, ojalá que el Ministerio acierte plenamente en su iniciativa y concluya realizando una propuesta firme y no ambigua de carácter abierto e integrador.