RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS REVISTA Nº 76

NAGEL, Th., Igualdad y parcialidad. Bases éticas de la teoría política. Traducción castellana de F. Álvarez Álvarez. Paidós, Barcelona 2006, 198 páginas.


Este libro fue editado por Paidós en 1996, recogiendo el original inglés de 1991. Ahora sale una nueva edición en la colección Surcos. El inspirador es John Rawls, a quien se lo dedica este profesor de Filosofía y Derecho en la Universidad de Nueva York.
Nagel estudia el problema central de la Teoría política, que es el intento de “reconciliar la posición de la colectividad con la posición del individuo” (página 13). En efecto, los individuos se quejan con frecuencia de que las leyes se hagan para la universalidad de los ciudadanos de un país, pero que perjudiquen a individuos determinados. ¿Se puede llegar al equilibrio ente las dos posiciones, la colectiva y la individual? Y si esto no fuera posible, ¿cuál de las dos tendría que prevalecer? Este es el problemas, pues “el punto de vista impersonal produce en cada uno de nosotros una potente experiencia de imparcialidad e igualdad universal a la vez que el punto de vista individual hace brotar motivos y exigencias individualistas que obstaculizan la búsqueda y la realización de aquellos” (página 14).
El problema de la difícil integración implica, en el fondo, que “no sabemos cómo vivir juntos” (página 15). Además, esto hace que el Estado sea cada vez más rechazado, ya que muchos ciudadanos desautorizan su legitimidad. Se le exige actuar con realismo, pero también es necesario al Estado cierto grado de utopismo, Otra vez aparece la necesidad del equilibrio.
¿Podemos pensar sobre el mundo prescindiendo de nuestra particular posición en él? Parece que hacerlo así supondrá una escisión y falta de integración en el mismo, porque entonces afirmamos el criterio de universalidad para toda particularidad. Nagel empieza proponiendo una tesis matizada: “reconciliar lo que es colectivamente deseable con lo que es individualmente razonable” (página 39). Lo deseable y lo razonable implica dosis de realismo e impide cualquier utopismo a ultranza. Conseguir esto no implica unanimidades, pero sí es legítimo. Importa la vida y cada uno debe orientar la suya para poder hacerla del modo que deba. Para ajustar los dos puntos de vista el Estado tiene que crear instituciones que contribuyan a los ajustes necesarios entre la igualdad y la desigualdad.
En cuanto a la igualdad, es evidente que el Estado debe tratar a los ciudadanos de forma igual, por ejemplo, ante la ley. Pero existen otros temas en que las cosas no son tan claras, por ejemplo, en aspectos económicos y sociales. Aquí hay notables discrepancias, que generan importantes dificultades prácticas. ¿Por qué solemos coincidir en lo legal y lo político, mientras que discrepamos en lo económico y social? ¿No cabe plantear aquí también la convergencia? Nos enseña la historia que la humanidad ha avanzado mucho en la eliminación de las desigualdades que parecían imposibles de superar. Individualmente yo puedo tener una determinada creencia, pero eso no debe llevarme a rechazar públicamente leyes o normas contrarias a la misma, mientras sean legítimas. Eso sería un comportamiento puramente egoísta.
Entre todas las desigualdades, las económicas son básicas, lo que sabe muy bien el capitalismo liberal: “Las desigualdades sociales restantes y las desigualdades de nivel que correspondiesen a diferencias de educación, éxito profesional y conexiones familiares serían bastante menos dañinas si no estuvieran conectadas con el dinero” (página 105). Nagel defiende la igualdad en serio, cuando propone que algunos deben recibir más de lo que contribuyen productivamente, con lo que recuerda aquella tesis clásica del trabajo y las necesidades. El Estado debe contribuir a que el que más necesite más reciba, incluso aunque no produzca tanto como lo que sería necesario para ello. Y es que no hay aspectos “naturales” del sistema económico, mientras que las capacidades naturales no se pueden igualar.
En cuanto a la desigualdad, el esfuerzo individual es muy importante y produce efectos desiguales profundos, aunque esto no implique rechazarlo. Se trata de garantizar “un mínimo social digno” (pagina 148), lo que permite también ser maximalista con lo que se puede organizar con el dinero, porque tal adquisición puede producir igualmente efectos sociales necesarios. Impedir disfrutar de bienes que no son para todos, por causa de un malentendido igualitarismo, nivelaría sólo por abajo e impediría llegar a expectativas humanas que producen recursos económicos, que la sociedad también puede utilizar para la igualdad, estableciendo únicamente algunos límites.
Nagel termina su trabajo con las mismas matizaciones con las que empezó. Así escribe en la última página: “Solamente podemos atender a nuestros pequeños lujos con buena conciencia cuando las situaciones que nos rodean hayan mejorado radicalmente y cuando alguna clase de instituciones internacionales apoye una orden mundial, dentro del cual la búsqueda normal de los intereses nacionales forme parte de una patrón de relaciones internacionales universalmente aceptables que sea similar  a la propia búsqueda de la vida personal en una sociedad justa” (página 191).


Julián Arroyo