La situación de nuestra educación
Hace tiempo que los españoles hemos superado la teoría del papanatismo con la que disputaban Unamuno y Ortega. Tampoco aceptamos fácilmente las afirmaciones dogmáticas de quienes auguran desastres y tropelías por causa de las leyes educativas más recientes. Sin embargo, están llegando indicios más que evidentes acerca de nuestro nivel educativo en relación con Europa. ¿Qué se está dispuesto a hacer ante tales evidencias? Esta es precisamente la cuestión a debatir, una vez que disponemos del diagnóstico de tal realidad.
Hay una actitud verdaderamente preocupante, la de no reconocer lo significativo de la situación echando balones fuera: no he sido yo y, por tanto, no tengo la culpa. En el otro ámbito están los que achacan la exclusiva responsabilidad a los gobernantes, incapaces de enderezar la dirección por su ineficacia, también en educación. Creceremos, como casi siempre, hacia atrás y estamos cerca de caer en el más gris de los abismos. Una tercera posición la representan los que lanzan el ‘sálvese quien pueda’ porque existen Comunidades Autónomas concretas, que superan la media, demostrando con ello que las cosas salen bien, cuando se emplean los medios adecuados para ello.
Quienes nos movemos cotidianamente en el difícil terreno de las aulas públicas sabemos que las soluciones son complejas y que las simples recetas no dejan de ser tontas torpezas, que a nada conducen. Ahora bien, no deja de resultar triste que nadie esté dispuesto a sentarse con los protagonistas de la educación para discutir con ellos las verdaderas soluciones, en el caso mejor de que no les responsabilicen de casi todos los males. ¿A qué conducen todas estas actuaciones? Sólo a que la realidad nos golpee cada vez más con la fuerza de sus evidencias. Ahí estamos cubiertos con el manto grisáceo de nuestra mala educación. Y ahora ¿qué? Es de temer que sigamos con nuestro propio ritmo, a pesar de todo. Sin embargo, no sería tan difícil iniciar algunas modificaciones que no está demostrado que resulten ineficaces. Desde aquí retamos a que alguien las considere y les aplique el criterio de falsación.
En un nivel general, reconocemos algunas cosas de gran importancia. Primero: nos encontramos en España con una escolarización al 100%, lo que se ha conseguido en los últimos treinta años. Esto nos lleva a detenernos ya no en la cantidad sino en el tema de la calidad de nuestra educación. Segundo: la organización de la financiación del sistema va mejorando, después de haber pasado algunos años en retroceso; sin embargo, hay que proseguir esta línea de ampliación del nivel financiero. Tercero: en Ciencias estamos casi en la media y superamos algo a países europeos importantes. Al mismo tiempo, retrocedemos un 20% en el nivel de lectura. Cuarto: los índices de fracaso escolar en Secundaria se sitúan en más del 20%. Todos estos datos han de ser tenidos muy en cuenta.
En un terreno más concreto, habría que emprender acciones directas. La primera modificación tiene que ver con los currículos y los horarios suficientes para cubrirlos. Creemos que los programas se encuentran recargados, tanto en Secundaria como en Bachillerato, y que resulta imposible cubrirlos en su totalidad. ¿Por qué entonces se tiende a ampliarlos cada vez más con nuevas materias y mayores contenidos? No es fácil de entender, porque, además, esto implica una considerable reducción horaria de las materias para poder cubrir el amplio espectro. A este respecto, la experiencia del profesorado dice que las materias con una hora semanal no tienen ningún sentido, ni las de dos tampoco. Probablemente, ninguna materia debería tener menos de tres horas semanales y lo adecuado sería que cada materia dispusiera de cuatro o cinco espacios a la semana. Nadie tendría que sobresaltarse, si le tocaba la poda, porque lo que importa es la situación adecuada de las asignaturas. Por ejemplo, mejor sería disponer de cuatro horas para una materia en un curso que de una hora de presencia en cada uno de los cuatro cursos de la ESO. Además, sería cuestión de incluir cada una en su propia tradición y trabajarlas desde ella.
La segunda modificación se refiere a la gestión de los centros. Nada complica más la organización de los horarios que el tenerun abanico de materias tan disperso en su relativa amplitud, en el que unas son comunes, otras de modalidad, algunas optativas, otras alternativas, etc. Esto plantea serios inconvenientes a quien las imparte, a quien las recibe y a las materias mismas. Añádase a ello la difícil situación a que han de enfrentarse los alumnos que tiene materias suspendidas de otros cursos y que necesitan asistir a clases, que, en el mejor de los casos, se les proporcionan por la tarde, fuera del horario regular. Así la situación, nada parece facilitar la mejora de los resultados académicos.
En cuanto a los recursos tecnológicos y a la estructura arquitectónica de los centros, las situaciones pueden convertirse en neuróticas. Por una parte, hay muchos edificios viejos, escasamente acondicionados, con espacios fijos e inamovibles y con calidades de construcción elementales y hasta deficientes en bastantes casos. Respondían a las necesidades de los tiempos en que se construyeron y han sufrido las mínimas renovaciones. Esto influye mucho en la forma de aprovechamiento de los mismos.
De otra parte, se bombardea permanentemente con la necesidad de incorporar las TIC a la educación, cuando los recursos de los que disponen los centros son bien limitados y, a veces, prácticamente nulos. ¿Cómo se van a utilizar estos medios, si no se dispone de ellos, ni hay lugares adecuados en los que situarlos? A las autoridades se les llena la boca con esta clase de lenguaje, sin que paralelamente proporcionen las unidades necesarias para su aplicación. Además, está por ver hasta qué punto transforman las prácticas de trabajo y de profesores y alumnos. No estamos en contra de las expectativas que crean, sólo pedimos que se reflexione acerca de sus posibilidades educativas.
No podemos olvidarnos del profesorado. Las leyes educativas, elaboradas tanto por ideologías de derecha como de izquierda, lo colocan siempre como el genuino protagonista de la educación. Ciertamente lo es, pero eso implica un tratamiento ad hoc de la masa profesoral. En general, la sociedad los suele ignorar, así como los propios políticos del más alto nivel, e incluso los propios colegas de la enseñanza cuando llevan a sus hijos a instituciones privadas. Sin duda se trata de un ejemplo modélico, que expresa evidencias manifiestas. Las administraciones educativas, en el mejor de los casos, se limitan a dar coba a la labor del profesorado –mejor es dar esto que palos, claro-, pero poco más. Veamos unos ejemplos.
La ratio alumno/profesor/aula ha variado bien poco. Si en la década de los 70 se establecía un número de 40 alumnos por aula en el bachillerato, en la actualidad quedan en 35 y casi siempre suelen añadir la coletilla del 10% más, mientras se está aplicando la ley respectiva. Las horas lectivas obligatorias son las mismas, junto con las complementarias. En cambio, el cómputo total de los alumnos a los que hay que atender prácticamente se ha duplicado, así como las materias a impartir. Si en la década citada con 3 grupos de 40 alumnos y una sola materia podría cubrirse el horario de un catedrático de instituto, ahora pueden ser necesarios siete grupos y 3 materias (una de Historia de la Filosofía, dos de Filosofía y 4 de Ética) para cubrir el mismo horario con un total de 225 alumnos que atender en lugar de 120. Cuéntese además con la reducción horaria de Educación Ética-cívica a 1 hora semanal para el próximo curso, así como con Historia y cultura de las religiones con otra hora en algunos cursos, y amplíense las cuentas paralelamente. Incluso antes había reducción horaria para los profesores que impartían COU por su especial dificultad, al pertenecer a orientación universitaria.
Por si todo esto no fuera suficiente, se desdibuja cada vez más la función del profesor, ampliándola a múltiples actividades de tipo burocrático y desde afinidades varias: cuidar a niños que no son alumnos propios, vigilar recreos, patios y pasillos, cerrar y abrir puertas, ensayar evacuaciones en los centros, informar a los padres diariamente si faltan sus hijos a clase, mediante llamada telefónica, pasar mensualmente las faltas a un programa de ordenador, quedar a disposición de lo que ordene Jefatura de Estudios, hacer partes disciplinarios, participar en actividades deportivas y culturales, acompañar a visitas educativas, encargarse de la biblioteca para completar horas, etc., etc.
Las funciones docentes y tutoríales son las propias de cualquier profesor, pero su atención se desvanece cada vez más. Primero, por la dificultad que implica tener en el aula un buen número de alumnos procedentes de otros países, que, a veces, no hablan ni entienden el español y, en el mejor de los casos, tienen otras costumbres y hábitos de enseñanza, o nunca han estudiado la materia que les corresponde. Otras veces llegan a un curso por su edad y no por sus niveles de conocimientos, de manera que por más que se empeñen -hay muchos que lo hacen- no pueden seguir.
Además, no pocas veces el profesorado tiene que impartir una materia que no es la suya y en la que no ha sido formado. ¿Calidad de la enseñanza? Es posible, ya que por propia dignidad asiste a cursos de actualización en sus horas libres y hasta se los paga de su bolsillo para poder responder profesionalmente.
Los profesores investigan personalmente muchas veces, sin que les agoten sus horarios tan extensos ni soliciten para ello licencia por estudios, preparan las sesiones de aula, corrigen y anotan los ejercicios, que luego explicarán pacientemente a sus estudiantes, y recaban informaciones de sus colegas para ofrecerlas a los padres en entrevistas personales de tutoría. En definitiva, mantienen los restos del naufragio de la escuela pública, muchas veces a costa de sus depresiones y de su propia salud.
Las representaciones sindicales del profesorado quizás trabajan mucho en mantener en alto el pabellón, pero lo cierto es que consiguen bien poco, por lo que el profesorado apenas confía en ellas, desgraciadamente. Ni siquiera han conseguido acordar un estatuto docente con la administración en la legislatura que ahora termina.
No toquemos tampoco el tema de la continuidad del puesto de trabajo en un equipo docente. Cuando se han ganado las oposiciones, el profesorado pasa años dando saltos de centro en centro, como si esto fuera la norma. Conseguida por fin la plaza fija, tiene que volver a pedir traslado poco después porque se encuentra lejos de donde vive. Vuelta a empezar de nuevo, cuando ya se ha habituado a compañeros y alumnos. Así van avanzando en edad y muchos suspiran por la jubilación anticipada ante tan escasos estímulos, aunque estén convencidos de que ésta no puede ser la solución.
Por último, hay que plantear que el tema de la educación no es sólo un asunto del sistema, ni del profesorado, ni del alumnado, sino de la política y de la totalidad de la sociedad, que tiene que considerarla como el centro de su actuación. Se necesita un esfuerzo superior por parte de todos para poner en la educación más recursos y más reconocimientos sociales y económicos al profesorado. El Estado y el resto de las Administraciones han de ponerse al servicio del sistema público de enseñanza, que es el fundamental para la salud cultural del país y considerarlo prioritario.
Mientras, en el listado de niveles europeos la situación de nuestra educación no es nada buena y nos queda mucho para despegar. Lo extraño sería que las cosas sucedieran de otra manera. Desde luego, no podemos seguir así.
|