Publicado en elobrero.es
Manuel Sanlés Olivares
Si ya antes de la pandemia se tenía la sensación de que vivíamos tiempos de crisis, ahora ese sentimiento parece que se ha agudizado. Entre los múltiples análisis que cabría hacer y en lo que a la Educación se refiere -dejando de lado otros aspectos que es imposible tratar aquí-, se trata de crisis de valores. Nuestro sistema educativo y la realidad de la educación en España ponen de manifiesto esa crisis. Esto ha llevado a reformar las leyes educativas una y otra vez. Desde que me dedico a la Enseñanza he tenido que adaptarme a una y otra ley educativa, hasta un total de siete. Se piensa que, con reformar la ley, mejorará la educación. Pero, ¿es el sistema el que está enfermo o el problema es otro?
Los que nos dedicamos a la enseñanza -del mismo modo que muchos ciudadanos- percibimos con claridad como hay un tremendo desajuste entre los valores que se transmiten a los jóvenes y los valores que imperan en la sociedad. Lo que les transmitimos en las clases, ellos lo ven muchas veces como algo teórico, la vida real va por otros derroteros, lo de la escuela es la” teoría”, pero “una vez arrojados a la arena del día a día” los valores éticos y cívicos se ven de otra manera. Y si es posible vivir en esos valores, adelante con ellos; pero muchas veces y en muchos ambientes esos valores brillan por su ausencia. Quien enseña muestra objetivos e ideales que no se dan en la realidad. Y cuando la distancia entre la realidad y lo que te enseñan es tan grande, es lógico que salten las señales de alarma. Para comprobar lo que estoy diciendo basta leer las portadas de los periódicos. Con llevarlos a clase y comentar algunas noticias al azar, ya hay tema suficiente para tratar sobre la ausencia de valores éticos o la abundancia de disvalores en la sociedad contemporánea.
Por todo esto, yo apunto que no es la Educación la que val, no necesitamos más reformas ni más leyes. Nuestros maestros, nuestros alumnos, nuestros Centros de enseñanza, Colegios, Institutos, etc. son en general buenos. Contamos con abundantes medios pedagógicos para impartir una enseñanza de calidad. Tenemos a nuestro alcance una adecuada tecnología. Y aunque haya muchas cosas que mejorar aún, tenemos medios abundantes para llevar a cabo una tarea educativa de cierta calidad. Desde la época de los antiguos griegos en que contaban con escasísimos medios -el único medio era la palabra y el razonamiento- hasta la actualidad en la que disponemos de un arsenal de recursos, podemos afirmar que medios tenemos, currículos tenemos, leyes tenemos, etc. Pero, ¿qué no tenemos para que la educación sea más eficaz? Y en nuestra sociedad se respire un aire más optimista, más humano, menos crispado y catastrofista (al margen de la situación epidemiológica que estamos padeciendo). Yo opino que la mayoría de nuestros jóvenes alumnos son competentes, trabajadores y respetuosos. Y eso se puede afirmar de todas las etapas educativas. O, por lo menos, no son peores que nosotros. Lo que quiero subrayar es que se está intentando arreglar un problema en el sitio equivocado. No son los jóvenes, nuestros alumnos, ni los Institutos o centros lo que está mal, sino el entorno y ambiente social el que va mal. El sistema educativo español es muy bueno; pero vivimos en un entorno social y coyuntural crispado y deshumanizado por la ausencia de valores éticos en la vida pública.
Por ese motivo, las instituciones educativas tradicionales (familia, escuela, …) han perdido capacidad para transmitir correctamente los valores y pautas de cohesión social. Y su papel no está siendo reemplazado por otras instancias. Y por tanto el mensaje educativo pierde unidad, finalidad y coherencia. Los jóvenes reciben mensajes contradictorios. En el plano individual el futuro y el progreso quedan reducidos a lo económico. Esto es un reflejo de lo que pasa en el plano colectivo. Se extiende cada vez un economicismo o una invasión de lo económico en todos los sectores de la vida pública y privada. El único valor es el dinero y la capacidad adquisitiva, unidos al “triunfo” y manejo con éxito de tu persona en las redes sociales. En resumen, no es la escuela la que falla y por tanto no es ninguna solución intentar mejorar la enseñanza con leyes educativas. Sino que es la sociedad y la política misma la que está fallando. Es decir, el problema no está en los centros educativos ni en los profesores, ni tampoco -como es lógico- en los alumnos, sino en la sociedad y el modelo de hombre que hemos creado. En parte, el economicismo capitalista, y el individualismo liberal son los causantes de esta crisis. Estas ideologías fomentan muchas cosas, pero no las virtudes, el esfuerzo, el trabajo y la solidaridad. Planteo a continuación una solución en tres aspectos que se puede implementar desde los centros de enseñanza, pero también desde cualquier otra instancia.
1. Educar no es transmitir conocimientos sino enseñar hábitos. En este sentido la educación podemos entenderla como un proceso de transmisión de virtudes y no como una mera transmisión de conocimientos La Paideia tal y como la concibieron los griegos puede servir de modelo e inspiración para este modo de entender la educación.
2. El siguiente paso es la recuperación del sentido de la dignidad humana y así educar eficazmente en los Derechos Humanos. Estos corren serio peligro, si no se instaura de nuevo la noción de dignidad humana. Este debe ser el valor primordial que debe estar por encima de cualquier otro. Parte de la recuperación de la dignidad humana pasa por la recuperación de la importancia del trabajo en la vida personal y colectiva. Un alumno que trabaja, un pueblo que trabaja, tiene garantizado un sentido para su vida o dicho de otro modo vive una vida con sentido. Esta virtud o cualidad humana está íntimamente relacionada con la idea de esfuerzo. Trabajar supone siempre esfuerzo; gozoso o no, pero esfuerzo. El educador, los padres, las autoridades deben premiar el esfuerzo y no solo los buenos resultados.
3. Y el tercer paso, consecuencia de los anteriores es la recuperación de la Ética en la vida individual y colectiva. Todos los males que nos acechan y que la pandemia que estamos viviendo ha sacado a relucir se pueden resumir en eso: falta ética, faltan valores, faltan hábitos y hay una escasez de cultura del esfuerzo. Si en la escuela se les habla de esfuerzo y en la calle, la familia, los media, las redes sociales, etc. se les habla de triunfo y competitividad, creo que el problema se agrandará y la crisis irá a peor.
Si buscamos en un diccionario el significado de educación encontraremos lo siguiente: “Formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual y moral de las personas”. El uso coloquial identifica educación más como un resultado que se manifiesta en conductas externas fácilmente identificables, que como acción interna de cada sujeto consigo mismo. Toda educación cobra su sentido cuando alcanza la formación de cada sujeto, y ésta es una acción propia y específica de cada uno consigo mismo. Entendemos educación como todo proceso permanente dirigido a la optimización de la persona en el ser, el conocer, el hacer y el convivir. Esa optimización debe ir unida al ejercicio de las virtudes, recuperando aquí el sentido griego de la misma. Virtud como areteia como perfeccionamiento de la persona.
¿Qué educación vamos a dar si les mostramos un mundo, construido por nosotros mismos que hay que rehacer? La educación en valores será la clave para reformar lo que no está funcionando bien y está generando crispación e impotencia ante las injusticias que contemplamos y padecemos. Además, situados en la Europa del “primer mundo” podemos contemplar como en muchas y extensas partes del globo las cosas son a veces peor.
Recojo aquí la descripción que hace el profesor Ernildo Stein de los males de nuestra sociedad a nivel colectivo: “la muerte de millones de seres humanos por el hambre principalmente; la violencia de las guerras regionales, étnicas, tribales, económicas, con centenares de muertos; las dolencias endémicas, epidémicas y estacionales entre los pueblos más pobres; la violencia urbana produciendo terror y miedo en todos; las catástrofes climáticas, de la civilización; la explotación por el trabajo esclavo, de adultos y niños; la prostitución de menores, usados como objetos de turismo; la desesperación de los excluidos del proceso social; la persecución y la extinción de las minorías de todos tipos; la exclusión de la salud y la privación de la palabra de las mayorías pobres y explotadas; la agresión de los media y de la propaganda, violentando la frágil estructura del deseo; la desconsideración de los ancianos, de los jubilados, de los enfermos, de los desempleados y de las mujeres llenas de hijos; de la mortalidad infantil; el desperdicio y almacenamiento de alimentos con fines especulativos; la destrucción de los recursos naturales del planeta; la manipulación de las esperanzas y de los sueños de la juventud” (Ernildo Stein).
Y -sigue Stein- a nivel individual: “la destrucción de las identidades personales y la multiplicación de los borderlines; la dimensión de las perversiones y la consagración de la trasgresión como el modo de ascenso social; la pérdida de la relación con el “mundo” y el incremento de las psicosis; el mito individual del neurótico y la difusión del sufrimiento psíquico; la infantilización del adulto y la precoz conversión en objeto sexual de los niños; el narcisismo generalizado y la multiplicación de las relaciones de modelación de otros; la fatiga sexual generalizada y la difusión de la permisividad como contrapartida; la delegación de la autoridad de los padres a los grupos minoritarios y la muerte de los modelos adultos (infantilización del adulto) en la formación de la identidad personal; la pérdida de la sustancia ética y el avance de la “estetificación” de las relaciones personales; el deterioro de la relevancia social del trabajo y la pérdida del valor biográfico del trabajo; la desaparición del valor de la verdad y la consagración del pensamiento estratégico; el fin de la justicia como principio político fundamental y la justificación por el procedimiento correcto, el fin de las referencias absolutas y la fragmentación de las historia de vida” (Alvori Ahlert, Ética y Derechos Humanos: principios educacionales para una sociedad democrática, Revista Bajo Palabra, II época, nº 2 2007). Según esto podemos concluir que solo en el ámbito social se ponen de manifiesto las virtudes que perfeccionan y hacen mejor al hombre.
Si acudimos a los clásicos, cuando Aristóteles habla del carácter social del hombre, en su famosa obra Política, cita las palabras “justo e injusto” y dice que el hombre es social por naturaleza (zoon politikon) precisamente porque tiene logos no solo “voz”. Con esto se quiere decir que vivir en sociedad implica llamar a unas cosas justas y a otras en injustas. La justicia es quizá el primer y principal valor, que marca en límite entre la civilización y la barbarie. Junto a ella otras virtudes vendrían de su mano: respeto, tolerancia, honradez, solidaridad, igualdad, etc. Es decir, es en la sociedad dónde el hombre debería poder ejercitar sus virtudes y así alcanzar su fin propio y perfección, teniendo como referente en su vida privada y pública los valores. Estos son el fundamento de la sociabilidad y el intento de su realización es lo que hace al hombre virtuoso. Practica la virtud, el que pretende la realización en su vida y en la sociedad de los valores. Después de la enumeración catastrofista (pero real) de lo vemos en nuestra sociedad, aumentada por la epidemia actual, se hace necesaria -además de las medidas inmediatas y urgentes que se están tomando para superar la enfermedad- la elaboración de unos valores. Una vez hallamos vencido al covib-19 nos enfrentaremos una vez más al vacío ético de nuestra civilización fundada en la ideología neoliberal capitalista y tecnicista.
Tal y como sostenía Aristóteles, el ciudadano, para serlo propiamente, necesita ser virtuoso. Alcanzar, cultivar y progresar en ciertas virtudes adecuadas a su condición de ciudadano. Las virtudes cívicas son fundamentales para la ciudadanía. “… el orden político que designa la Politeia (ciudadanía) no es moralmente neutro, ya que responde a una elección de vida por parte de la comunidad de ciudadanos que, a su vez, está sujeta a la consecución de un determinado fin, que es la mejor vida posible. Así, un régimen político será mejor o peor según que permita a los ciudadanos acercarse más o menos a dicho fin, mientras que el mejor régimen será aquel en el que ese fin se consiga en mayor grado. Pues bien, que necesariamente será el mejor régimen político esa organización en virtud de la cual cualquier ciudadano puede progresar y vivir feliz, está claro” (Aristóteles, Política, Ed. Estudios políticos, Madrid 1990).
¿Necesita la vida política de los ciudadanos y gobernantes de la ética? La terrible distinción entre política ideal y política real que se platea a partir de Maquiavelo marca el inicio de la legitimación de la política entendida como estrategia, como prolongación de la guerra. Esta manera de enmascarar la astucia fría y amoral con la palabra “política real” es una de las mayores justificaciones de la falta de ética en la política y el auge del “todo vale” con tal de conseguir el bienestar de un pueblo. Es del todo dudoso que el bienestar de un pueblo lo sea si está cimentado en la falta de moral y escrúpulos. Los líderes políticos de una democracia si no practican la ética personal y cívica pueden llevar al fracaso la forma de gobierno de la democracia, sin normas morales es imposible convivir en paz y respetando la libertad de todos. “La razón por la cual el hombre es más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. (…) pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto” (Aristóteles, Política, Ed. Estudios políticos, Madrid 1990). Pero es del todo cierto que esta situación ha hecho quiebra. La visión de la política como estrategia y no como virtud es la causa de la crisis de valores y la crisis de la sociedad actual.
Las virtudes que hacen falta hoy son las mismas que Platón y Aristóteles exigían al hombre dedicado a la política en la Grecia clásica. En este sentido los DDHH deben constituir el punto de partida de cualquier legalización y de la actuación de los ciudadanos y gobernantes. Sin embargo, esto no basta: debemos recuperar la “virtud” en el sentido griego. Virtud como perfeccionamiento. Y de ahí sacaremos el remedio a la crisis actual. Se habla de crisis de valores. Lo que se quiere decir no es que falten valores, sino que los que hay no son exactamente los valores que promueven la justicia, la igualdad y la bondad entre las naciones y los hombres. Algunos de los valores en alza hoy en día: eficacia, practicidad, enriquecimiento, crecimiento económico, aumento de beneficios, ausencia de escrúpulos morales, competitividad, etc., no fomentan una visión del hombre como fin en sí mismo, sujeto de valores y de bienes por encima de la eficacia y del aumento de beneficios. El hombre en nuestra cultura es entendido como medio: medio de enriquecimiento y de eficacia, y medio para competir unos contra otros.
Si el culpable de la crisis es el hombre y no el sistema, la salida de la crisis será una cuestión de educación; pero no solo en la escuela sino en todos los ámbitos. Es común que en la mayoría de los análisis que se hacen actualmente de la situación actual con motivo de la crisis se hable de los defectos del sistema. Sin embargo, habría que añadir que no hay tanto defecto en el sistema, si no ausencia de valores y virtudes en las personas. No es el sistema el que mejora a las personas, sino las personas deben mejorar el sistema. Para eso será necesario un nuevo planteamiento que, comenzando con la mejora de las personas, acabemos con el mito de la mejora del sistema, fomentando la ética y el ejercicio de hábitos saludables en las personas. Hagamos una tarea educativa en la que nos dirijamos a nuestros alumnos como seres morales y cívicos y no como competidores, triunfadores, consumidores, etc.
Quiero terminar refiriéndome a la noción de solidaridad-servicio. Toda labor pública debe estar enfocada no sólo por la justicia sino por el espíritu de servicio. No basta la justicia, sino que además debe haber solidaridad. La justicia no llega a todos los sitios y rincones de la vida y de la sociedad. Donde no llega la justicia llega el espíritu de servicio y la solidaridad. Sin solidaridad y solo con justicia no se construye una buena democracia. Esa solidaridad es la que salvaguarda el concepto de dignidad humana que es la base de los Derechos Humanos.
La relación entre Derechos Humanos y democracia es muy estrecha. La teoría política y la experiencia nos muestran que solo en las democracias son reconocidos tales derechos. Sin embargo, en una democracia enferma por las actitudes irresponsables y poco éticas de los gobernantes y de los ciudadanos esos derechos peligran. Los Derechos Humanos deben ser conocidos; pero no es suficiente el conocimiento. Actualmente son muy conocidos, pero poco vividos. Para que sean vividos deben ser transmitidos no solo con palabras sino con hechos. Por tanto, solo una reforma profunda del sistema educativo y de la sociedad civil en que vivimos puede hacer que emerja una nueva civilización basada no en la eficacia y en el desarrollo económico-tecnológico sino en la vida feliz y digna. Y solo la recuperación del concepto de dignidad humana en toda su plenitud y radicalidad puede servir de base a esa regeneración de los Derechos Humanos La democracia exige educación en valores. Sin ser exhaustivos podemos decir que los valores más importantes son: Vida humana, Integridad, Libertad, Igualdad, Tolerancia, Justicia, Solidaridad, Desarrollo humano… La Declaración de los DDHH no es un tratado de filosofía política, sino la conclusión de la reflexión racional sobre la naturaleza humana. La base de dicha declaración es el concepto de dignidad humana que Kant tan lúcidamente aportó. En la ilustración se forjó este concepto: en la mesa de trabajo de Kant y en las agitadas tensiones sociales de la Francia de entonces, así como en los Estados americanos que emergían entonces.
La importancia de dicho concepto radica en su universalidad. La naturaleza humana es entendida como algo universal. Es decir, los derechos y deberes son del hombre en general y no solo de determinados hombres: ricos, sanos, cultos, europeos. También son de los pobres, incultos, asiáticos, etc. La importancia del concepto de dignidad humana radica en que todo hombre es libre. En cambio, el contenido de dicha dignidad puede ser interpretado en un sentido o en otro. Puede depender del paradigma cultural de una determinada sociedad, de las ideas dominantes en ese momento. Pues bien, cualquier Derecho de que se trate es referido al hombre en general, y a todo hombre en particular cualquiera que sea su situación. La democracia se asienta en la igualdad de todos los miembros de la sociedad. Esta universalidad de ambos conceptos (igualdad y dignidad) es lo que la época de la Ilustración nos aportó a las futuras generaciones, es la base de cualquier desarrollo posterior.
Termino con una cita de Kant que puede ser un buen resumen de todo lo explicado anteriormente: “No debemos educar a nuestros niños para el mundo que hay, sino para un mundo mejor, posible en el futuro, es decir, según la idea de humanidad y de su perfección”