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EDITORIAL
La pandemia del COVID-19 ha puesto en evidencia la importancia de la tecnología en todas las profesiones. La profesión docente no iba a ser menos, y la enseñanza a distancia, en la que la mayoría de los países se han visto forzados a desarrollar debido al confinamiento y las restricciones impuestas, ha puesto en evidencia que la formación en tecnologías aplicadas a la educación es de vital importancia.
Hace tiempo se pensaba que las nuevas tecnologías y el desarrollo de la inteligencia artificial iban a terminar con la mayoría de las profesiones que hoy conocemos, excepto, quizás, los profesores y profesoras que serían insustituibles por las máquinas. ¡Qué ingenuidad! Si algo hemos aprendido como consecuencia de la pandemia es que ninguna profesión está libre de la robotización creciente, la intrusión de la inteligencia artificial en nuestras vidas y la aceleración creciente de la sociedad tecnológica que se viene encima. Obviamente debemos incorporar las nuevas tecnologías y la algoritmización que la IA implica en todos los aspectos de nuestras vidas, y en especial, de nuestra actividad profesional, pero eso no significa que no debamos tener en cuenta todo lo que rodea, implica y supone su implantación. Hegel decía que la filosofía es la conciencia de nuestro tiempo, y eso es precisamente el valor de la filosofía, ahora y siempre, la capacidad de reflexionar críticamente sobre el presente, y aunque aceptemos los nuevos instrumentos que la vida contemporánea nos ofrece no debemos hacerlo sin más, sin meditar sobre las consecuencias e implicaciones que aparejan.
En muchos aspectos la introducción de las nuevas tecnologías asociadas a la inteligencia artificial ha provocado una burocratización creciente de la actividad docente restando creatividad, espontaneidad y cercanía a la relación docente-estudiante. Los profesores y profesoras nos vemos inmersos en procesos de captura de datos en la que somos el instrumento, el medio utilizado para obtener los datos que terminan en un programa que determina el valor y significado que tienen, apartándonos de la esfera de la decisión, en la que domina el aspecto cuantitativo más que el cualitativo y conviertiendo la labor docente en un proceso de uniformización de lo que debe ser un buen profesional de la educación. ¿Qué valoramos?, ¿qué criterios utilizamos para evaluar el aprendizaje? Para conseguir datos uniformes y válidos para todos los casos se establecen las rúbricas como elementos de calificación que sustituyen a la corrección completa, global, en la que se mide el conjunto y el resultado final. Las rúbricas son útiles, sin duda, y bien diseñadas son un instrumento indudable para evitar la subjetividad y arbitrariedad en la corrección, pero, por otra parte, el exceso en su utilización, puede llevar a convertirse simplemente en una escala de posicionamiento del alumnado y memorización de datos sin constatar un verdadero aprendizaje de la materia. Pero la evaluación del profesorado tampoco está libre de la uniformización por el uso y abuso de los grandes datos: ¿Cómo evaluamos la labor docente? ¿Qué es ser un buen profesor o buena profesora? No parece serio introducir la cantidad dada de «me gusta» como un criterio de medida de la evaluación docente. El debate está abierto, y desde Paideia queremos contribubir al mismo desde una reflexión profunda, serena y plural sobre una de las cuestiones fundamentales que van a caracterizar la educación en el próximo futuro.
Remedios Zafra con su artículo Números (no) hacen palabras, abre la sección del tema monográfico Filosofía y Tecnología en el que aborda los problemas que podemos encontrar en esta conflictiva relación entre dos mundos aparentemente distintos. La autora hace una profunda inmersión en este aspecto de la cuantificación en la profesión docente, situándo los peligros de la misma en que nuestros jóvenes accedan a hacer(se) con una personalidad e identidad basada en números y no en una narración propia construida sobre un pensamiento libre, crítico y rico en experiencias. Joan Morro también se introduce en este problema estableciendo el concepto de «fantasma funcional» como un paradigma filosófico que intenta escapar de los paradigmas tecnoeconómicos. De la mano de Enric Senabre y Ester Sánchez se introduce la importancia del mundo de las series y los videojuegos en la enseñanza de la filosofía y en la reflexión filosófica en general. Enrique Álvarez en su reflexión sobre la Inteligencia Artificial y sus implicaciones en el mundo educativo ofrece una visión esperanzadora para la filosofía, que podría ganar más tiempo y espacio en los planes de estudio debido a que los procesos de atomatización reducen la necesidad de centrarse en las áreas instrumentales. Por ultimo, Miguel A. Jiménez nos recuerda el mandato de Adorno en la era de Internet para evitar un nuevo Auschwitz.
En la sección Miscelánea, se aborda el tema de la profesión docente y su ejercicio en el aula. Antonio Campillo en La (d)evaluación de la profesión docente, nos habla de la dificultad de establecer los criterios para evaluar a un buen profesor o una buena profesora de filosofía sin caer en la devaluación. Eduardo Gutierrez nos ofrece una interesante actualización del método escolástico tradicional para la enseñanza actual de la filosofía acuñando el término de la «intradición de la tradición»; y José Birlanga y Sarai Macarro nos ofrecen también una profunda reflexión de la importancia de las emociones en la enseñanza temprana de la filosofía en el primer ciclo de E.S.O.