Víctor Bermúdez*
21/10/2020
Publicado en El Periódico de Extremadura
Es terrible decir esto, pero ¿debería sorprendernos el asesinato de un profesor por mostrar caricaturas de Mahoma en clase? O decidió ser un héroe, o creyó ingenuamente que aquí, en la vieja e ilustrada Europa, uno puede hablar y discutir de lo que quiera. En ambos casos, las posibles consecuencias eran previsibles. La batalla por la libertad de expresión está, desde hace mucho, (casi) irremediablemente perdida.
Y olvídense de los terroristas. El sectarismo, la censura y la pasión inquisitorial no es cosa de unos cuantos fanáticos islamistas «infiltrados» en el «mundo libre» (como quieren hacernos creer algunos demagogos), sino el efecto de un complejo de creencias y conductas cada vez más «normalizadas» en nuestra propia cultura. De hecho, la reacción de algunos musulmanes a las caricaturas de Mahoma no es esencialmente distinta a la que exhiben otros creyentes o defensores de minorías (más o menos oprimidas) y víctimas varias, ante expresiones humorísticas similares e igualmente, según ellos, «intolerables» . Que en unos casos se llegue al asesinato y en otros, «tan solo» , al linchamiento en los medios, el boicot, el procesamiento judicial y la «muerte civil» del que opina, solo es una diferencia de grado; lo grave, lo tremendo, es que permitamos que la gente se crea, cada vez más, con el derecho a exigir que se le tape la boca (y se aplaste personal y profesionalmente) al que no piensa o habla «como es debido» .
Sobra decir que casi todos los que creen intolerable que se cuestionen o ridiculicen sus creencias, principios o sentimientos, defienden que haya libertad de expresión en «todo lo demás» (es decir, en aquello que afecta a las creencias –equivocadas– de los otros). Así, a quienes censuran como una grave ofensa la «procesión del santo coño» (sic), les parece de perlas que, en nombre de la libertad de expresión, se exalte la figura del dictador Franco; y a quienes, en nombre de esa misma libertad, defienden el derecho a blasfemar cuanto se quiera, les parece lógico censurar obras de arte y derribar estatuas y símbolos machistas, racistas o supremacistas (claro que, a la vez, todos dirán que «no es lo mismo» una cosa que otra, y que son ellos, y solo ellos, los que –¡naturalmente!– tienen razón).
Si no se creen todo esto, traten de expresar (pintar, escribir, cantar, filmar u opinar), de forma pública o privada, algo que a alguna jauría mediática o furibundo grupo de aficionados a la justicia, les parezca ofensivo, blasfemo, racista, sexista, homófobo, transfóbico, neocolonialista, poco patriótico, que incite al odio, el acoso, a la pederastia, al heteropatriarcado, al juego, al sexo objetualizado, al terrorismo o –últimamente– al menoscabo de la salud pública; y verá lo que le pasa. Lo que me extraña es que no haya salido ya algún perspicaz intelectual, o activista alternativo de referencia, acusando al profesor degollado de haber actuado como un típico varón blanco-heterosexual-etnocentrista poco respetuoso con la diversidad cultural y las creencias de una minoría oprimida…
¿Cómo hacer frente a esta ola generalizada de neopuritanismo censor y a sus temibles consecuencias? Se ha dicho infinitas veces: lo único inteligente y efectivo es la educación. Ahora bien, ¿qué educación? ¿Cómo educar a los ciudadanos para librarles del miedo a hablar y pensar, o del gusto por ese miserable remedo de plenitud moral que es ejercer de juez inquisidor de tus semejantes?
La respuesta está en la educación ética, la cual no consiste en defender dogmáticamente nada, sino en enseñarte a analizar críticamente todas las creencias, valores y principios, religiosos o laicos, propios o ajenos, demostrando que el diálogo y la posibilidad de discriminación racional entre ellos es posible.
Mientras no entendamos que lo más importante que hay que aprender en la escuela es a comprendernos a nosotros mismos y a los demás, desbrozando en común la jungla de valores e ideales que nos mueven a vivir (y a morir, o a matar), y mantengamos un modelo educativo centrado en la simple formación científica y técnica (adobada, a lo sumo, con una hora de catequesis en valores y derechos humanos), no tendremos remedio alguno.
*Profesor de filosofía y miembro del Consejo Escolar de Extremadura